Ventana a la renuncia por Lucas San Martín
4 años ago Artículo por Lucas San Martín , Rincon de los EscritoresHay un deseo íntimo en las personas de amar, sin embargo un sentimiento antagónico se interpone en este ejercicio: el egoísmo. “Ventana a la renuncia” es una posibilidad de ver la entrega de lo más valioso a un otro que, tal vez anónimo y desconocido, sólo es un puente para entender el verdadero amor, el que se niega a si mismo.
El día se prestaba nuevamente para la rutina: los mates, la espuma de la yerba que se hincha repentina sobre la madera, el silencio súbito de la casa, la ventana que deja entrever la soleada mañana, luego el paseo en bicicleta hacia el trabajo y, por fin, arreglar zapatos en el taller durante las siguientes diez horas.
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Esta suerte de rutina acompañó a Mario más de ocho años. Había un cruce, una esquina en el trayecto hacia su trabajo que lo traía perplejo. Cuando pasaba por allí sentía una atmósfera distinta, sibilina y envolvente.
El sol ofrecía – solamente en esa esquina- su tibio manto de luz que se arrastraba sobre las vías paralelas y perennes que lindaban con un descampado y una placita minúscula.

Esos segundos que le llevaba atravesar las vías y desacelerar el ritmo de la bicicleta eran para él una pulsión, una manera de desligarse de la pesadumbre semanal, casi un momento de emancipación.
En los días verdosos, cargados de nubes y humedad pasar por allí era caer en una hipnosis de mansedad que se iba disipando en las próximas cuadras, como quien traspasa un telón surreal.
Asimismo, cuando el regreso era excesivamente deseado, el arrebol pendido en la atmósfera de la tarde se transformaba en un colchón tibio de paz, en el cual Mario reposaba y dejaba dormir su cansancio.
Ese lunes las voces de los pájaros temblaban en la mañana, y la esquina que siempre aguardaba el arribo de Mario se encontraba agrietada como si en la noche el asfalto se hubieran rajado por el calor, lo cual resultaba extraño ya que agosto estaba trascurriendo con un frio paralizante.
Sus venas abiertas se extendían hasta el pie de las vías extrañamente eléctricas y llamativas. El hombre diminuto bajó de su bicicleta y tanteó la calle descubriendo, posteriormente, un brillo que reverberaba en el interior de una de las estrías de cemento.
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Un trocito de ámbar se dejó acariciar por las manos de éste que la sostuvo dubitativo y anonadado. Miró hacia un lado, hacia otro y no halló más que una soledad rotunda. Lo tomó, lo guardó en el bolsillo delantero con un movimiento brusco y rápido, y se marchó ligero como quien huye fugitivo.
En el trayecto ensayó un sinfín de planes y finalidades con aquel pedacito anaranjado que ahora se escondía en un bolsillo ordinario. Un valor incalculable dormitaba, ahora, en el interior de un bolsillo de Grafa, y Mario sería el responsable de otorgarle un fin que, a esta altura de la vida, sería crucial.
No es que odiara su oficio de zapatero, sino que esa rutina lo agobiaba. Ese día entre el olor a cuero gastado y pomadas cayó en la cuenta de que aquel trozo de piedra podría ser su vía de escape. En las horas de labor Mario navegaba en los mares de sus pensamientos virulentos.
Por momento se imaginaba millonario, por momentos atesorando el ámbar casi como un talismán, por instantes se dejaba arremeter por sueños que siempre había tenido y que, ahora, se hallaban más cerca. Siempre había soñado con viajar a las islas de Pascuas.

Le fascinaba el tema de las estatuas de piedra y de esa isla solitaria que reposaba casi en el medio de la nada. Muchas veces en sus sueños se veía allí, contemplando un atardecer frágil, el cual fácilmente podía ser roto por un sutil susurro.
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Mario iba y venía al trabajo con al ámbar en el bolsillo. Nadie más sabía el secreto de su fortuna. Todo su mundo se desvanecía en presencia de esa joya. Poco a poco fue descubriendo que sus placeres diarios –y aquellos que dan miedo contar- iban siendo devorados en torno al ámbar.
Lo miraba, lo giraba en su mano, su índice bordeaba el contorno de una manera tierna y lo volvía a guardar. Este ejercicio lo practicaba varias veces al día, al igual que los posibles fines que le podía otorgar.
En ciertas ocasiones lo observaba a trasluz, su figura extraña e irregular tomaba cierto color anaranjado que, de acuerdo a cómo se lo ponía ante el sol, iba tomando distintos tintes hasta distinguir un leve rojizo.
Mario imaginaba que, tal vez, esa piedra contenía un poco de fuego como si estaría atrapado fútilmente allí, o si alguien lo hubiera depositado ahí, y se perdía, así, en esos pensamientos abstrusos a lo largo del día. Casi sin darse cuenta se vio a sí mismo sin importancia.
Todo lo que tenía ya no era importante y carecía de valor, tambien así esa esquina con sus vías que, ahora –no sé si lo he mencionado- estaba pavimentada y simulaba ser otro paisaje.
Dos hombres, uno un tanto viejo y otro más bien joven, se habían dedicado a reparar esas grietas –evento que aún carecía de fundamentos, debo aclarar-, y debido a su profundidad y longitud tardaron poco más de tres días en hacerlo.
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En ese “mientras tanto”, aunque breve, Mario pasaba por allí como si fuera otro hombre. Un ser distinto habitaba dentro de sí, y miraba hacia fuera como quien mira a través de una cerradura. Usaba su cuerpo para moverse, comer, vestirse, trabajar como loco.
Si tuviera que ponerle un nombre a ese ser tan profundamente común y a la vez extravagante, lo llamaría “egoísmo”, no porque Mario se percibiera como tal, sino que toda su escala de valores morales se abrió una fisura por la cual todo se estaba derrumbando.
Los infinitos ensayos acerca del destino que le podía otorgar el ámbar hizo que perdiera la avidez de vivir: no habitaba nadie más en su mundo y en sus posibilidades. Se veía solo en la cumbre –o por lo menos era lo que ese ser le había hecho creer- sin necesidad de un otro, ni siquiera nacía tímidamente el deseo de compartir una porción de su realidad.
Ese chico ajeno, anónimo, gregario, que había visto trabajar se movía inquietamente en los pensamientos de Mario que, sin descubrir bien la razón, era arrastrado a pensar en él de manera inconsciente.
Preguntas acerca de dónde viviría, qué haría de su vida, quiénes serían sus padres, qué era lo que le gustaba de esta vida, o si habría algún amor que lo inquietara, abordaban al zapatero quitando toda posibilidad de pensar con claridad.
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Cuando veía algún joven en la calle o de camino al trabajo buscaba en su rostro la mirada de aquel chico que era, según recodaba, un tanto profunda, como si inspeccionara el alma, o tal vez era una mirada desconfiada y a la vez honda debido a un sentimiento de traición o de abandono.
Quizás –y sin ponerse tan tétricos- era sólo una mirada y punto. Al fin y al cabo ese contacto de él con Mario eran fracciones de segundos mientras éste cruzaba la vía. No parecía alguien solitario, sino más bien pizpireto -propio de la juventud-, y hasta podría decirse muy buen compañero de ese hombre con quien trabajaba.
Posiblemente sea un poco voluble, pero con ciertas convicciones, de otra forma no tendría esa mirada filosa como quien corta con un bisturí las vísceras más secretas del hombre.
Dos abismo que antes se separaban por kilómetros ahora se aproximaban contrariado toda posibilidad de egoísmo y proyectos que éste había acunado desde hace varias semanas.
Ese sentimiento antagónico se sostuvo largo tiempo, de manera que era asaltado por aquel joven en los sueños. Por momentos se asomaba entre la multitud- si es que la había-; algunas veces se mudaba de rostro pero no así de voz; otras carecía de ella, pero Mario sabía (o intuía dentro del sueño) que era él. Sin saber porqué, ya que no conocía su voz, y peor aún, desconocía su nombre.
Como habitualmente lo hacía, Mario, que recorría esa calle al regresar del trabajo, un miércoles indistinto, se encontró con la mirada de ese joven. Evidentemente era él, no había dudas.
En un arrebato de inconsciencia y amor –si es que se lo puede llamar así-, tiró su bici en movimiento y se abalanzó sobre él, quien sorprendido por el infortunio y la confusión, lo retuvo con un brazo como defendiéndose de un agresor.
Mario explicando vagamente la historia del ámbar y el sentimiento que nació al ver este joven que ahora, por providencia divina, estaba delante de sí, alargó su mano juntamente con el ámbar y se lo obsequió –y también la posibilidad de ir a la isla de Pascua, de ser millonario, de cumplir sus deseos más arcaicos-.
En su confusión, Nicolás, como así se presentó el joven, lo tomó y se lo llevó al bolsillo casi con indiferencia. Después de este incidente nadie supo de aquel viejo zapatero.
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Sin embargo, éste, aliviado en su acto vicario, sintió una plenitud inmensa que usurpó inmediatamente el sentimiento egoísta que se había alojado caprichosamente dentro de él largo tiempo y que no lograba extirpar.
Sólo de esta manera pudo entender lo que tanto el presbítero de una iglesia pequeña, y fallecido hace unos trece años, le había contado cuando jovencito sobre el amor y la renuncia al egoísmo.
“No te olvides, hijo- le solía decir cuando tenía que aconsejarlo en cuestiones del amor y del prójimo- que cuando se ama, inmediatamente se muere algo dentro tuyo, algo oscuro que dominó al hombre desde su existencia, el egoísmo.
Si eres capaz de amar, entonces eres capaz de matar ese veneno que hay en ti. Sólo así podrás conocer un poco más a Dios”. Ese consejo siempre lo retuvo e hizo que permaneciera impávido ante las circunstancias de la vida, aunque sólo ahora se le fuera iluminado de una manera sorprendente.

Artículo escrito por San Martín Lucas
Profesor de Lengua y Literatura
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