«Desnudez» por Lucas San Martin
Algunos nos desviamos por un camino que derivaba en una aldea un tanto precaria, al igual que su gente.; otros siguieron los pies del maestro. Por ahí eso era lo más sencillo –pensé-, quizás porque sabías en qué iba a terminar todo eso –milagros, gentío, ciegos que recobraban la vista-, quizás porque ese era el camino más seguro y confortante: sólo eras un espectador más
4 años ago Artículo por Lucas San Martín , Rincon de los EscritoresAunque la brisa se tardaba en llenar el recinto, el día resultaba agradable. Ese día el calor manso se dejó sentir en la caminata de la tarde. Alguno nos desviamos por un camino que derivaba en una aldea un tanto precaria, al igual que su gente.; otros siguieron los pies del maestro.
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Por ahí eso era lo más sencillo –pensé-, quizás porque sabías en qué iba a terminar todo eso –milagros, gentío, ciegos que recobraban la vista-, quizás porque ese era el camino más seguro y confortante: sólo eras un espectador más. A nosotros los pesqueros nos gustaba la aventura por naturaleza, así que incursionar entre casas desvencijadas se convirtió en nuestro plan. Tal vez alguna familia, algún muchacho, o tal vez alguna mujer necesitaría el mensaje de esperanza que nosotros ofrecíamos. Algunos lo recibieron, otros nos esquivaban con miradas agrestes.
De todas maneras regresamos seguros y convencidos de que los que no nos escucharon lo harían en un tiempo no muy lejano. Sinceramente nada de esto colmó mis expectativas. Esperaba otra cosa, algo más sorprendente pero ni siquiera podría echarle la culpa al día o a la gente –y ni siquiera al mensaje-, sólo es que una rareza habitaba dentro de mí hacia unos días. Una premonición. Sabia que algo iría a acontecer, como cuando se avecina una tormenta y todo se impregna de olor a tierra.
Las pascuas se aproximaban y los días se volvieron un poco extraños: la gente se preparaba para peregrinar y recordar una libertad lejana. Para ello ofrecían ofrendas y un sinfín de suplicas a un Dios que parecía ni siquiera escucharlos. Nunca estuve al tanto de estas cosas, de hecho todo esto era reciente para mí.
Las festividades, así como los días comunes, siempre me encontraban en la proa de un barco pesquero. Casi siempre a la sombra de mí mismo, sumido en la soledad insoportable.
El maestro nos sorprendió. Antes de que aldea se alborote por estas cuestiones, nos reunió y ensayó una especie de cena al abrigo de nuestra compañía. Todo resultaba tan íntimo y a la vez suave que era imposible resistirse a la atmosfera. Su figura durante estos breves años significaba todo para mí. Casi sin darme cuenta me cambió el nombre y con ello mi vida entera. Realmente nunca entendí –aunque sí lo haría después- la plenitud de sus palabras.
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Usaba un lenguaje claro pero a su vez profundo. A simple vista el mar tambien resulta sencillo, sin embargo en sus profundidades se halla un mundo oculto y sumido para todos los hombres. Así era las palabras de Jesús. Profundas. Podías contemplarlas por horas. Y cuando dejabas de oírlas quedaba, aún, un resabio de calma como cuando pasas un buen rato a la orilla del mar.
La noche no tardó en colgar una luna llena en el cielo noctámbulo. La cena anunciaba la partida del maestro. Eso lo supimos en ese preciso momento. De un momento a otro se levantó, se ató a la cintura una especie de toalla, tomó un recipiente y se dirigió a nosotros. Sentí una punzada en la garganta. Parecía que mi corazón iba a salir por ella. Rebrotó nuevamente esa sensación de presagio aunque traté de retenerla a toda costa.
Uno a uno fue lavando los pies de los que estábamos allí. Me sentí perturbado y un idiota al ver cómo éstos se abandonaban a esa práctica. Todo parecía estar invertido. Enseguida arribó a mi la imagen de mi padre. Al igual que un amanecer las reminiscencias de él se agigantaron a medida que transcurrían los minutos.
Había sido un tipo sufrido, callado, ensimismado, taciturno. Sus ojos parecían una casa vacía. Me contó alguna vez –en una oportunidad, no recuerdo bien a qué edad, pero era un jovencito ya- que el mar era demasiado gélido. “Cuando uno se encuentra solo en aquella inmensidad puede verse lo vacio que se está.
Es muy fácil perder la razón cuando el silencio apreta tan fuerte en la sien” –me decía mientras se oprimía nervioso los costados de los ojos. Sin darme cuenta lo extrañé y me arrepentí de no haber pasado más tiempo con él.
A veces esa tosquedad nos dividía, nos abría un abismo difícil de unir; otras lo hacia esa temor de parecerme a él. Inconsciente me miro las manos y noto esa misma rudeza en las uñas, en el grosor de los dedos, en las cicatrices navales. Lo volví a echar de menos.
Ese mismo silencio merodeaba la casa mientras el maestro hacia su acto solemne. Cuando se acercó a mí inmediatamente hice notar mi virilidad. Estás cosas no las podía permitir, no había derecho. El maestro, conociendo bien mis mañas y mi terquedad, no me pidió que lo entendiera.
Sabia como lidiar conmigo cuando retruqué que lo que estaba haciendo conmigo no iba a poder ser, por lo tanto soltó de sus labios una frase tan suave como el consejo de un padre: “Si no hago esto no tendrás parte conmigo”.
Sabía que él era todo para mí; sabía que sus palabras me desnudaban, que me quebraban al medio; sabía que, en su ausencia, se haría más presente en mí; sabía que lo negaría rotundamente. No hay nada que pudiera ocultar.
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Sumiso, entonces, me deje lavar. Sus manos mojadas recorrían mis pies. Súbitamente recordé las manos de mi madre lavando mis heridas de pequeño. Cuando solía tropezarme, recorría, al igual que el maestro, sus manos tibias sobre mi piel rajada.
Me lavaba las heridas con delicadeza y sin lanzar reproches. Suspire. Por unos instantes los ojos del maestro se incrustaron dentro de mí. Sentí que la mirada que había heredado de mi padre, aquella mirada vacía y deshabitada como una casa abandonada, se derrumbaba.
Se volvía añicos. Ahora, sin embargo, se levantaba una nueva, llena de vida y de amor que colmaba todas mis expectativas. Comenzaba a entender cómo funcionaba esto: el enviado no es mayor que el que le envió.
Posteriormente, el anuncio de una traición nos embotó en una incertidumbre indecible. Nuestras miradas se superponían y, casi olvidando el lavatorio, la sospecha mutua se volvió insoportable. Tiempo después sabría que todo esto ya había sido parte de un plan divino.

Artículo escrito por San Martín Lucas
Profesor de Lengua y Literatura
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